S. FRANCISCO DE ASIS - LA MISERICORDIA DEL SAGRADO CORAZÓN


SAN FRANCISCO DE ASIS

NOS ALCANZA EL PERDÓN DEL SAGRADO CORAZÓN POR MEDIO DE SU MADRE

Siendo el mes de octubre dedicado a Santa Margarita María, y teniendo obligación de honrar a los Santos Ángeles como protectores de cada Hora de Guardia, lo haremos en la fiesta de la Reina de todos los Ángeles, María Santísima y de la mano de San Francisco de Asís.





EL PERDÓN DE LA PORCIÚNCULA O PERDÓN DE ASÍS 

Una noche, un fraile oraba fervientemente en su pequeña cueva del bosque. Pedía a Dios la virtud de la humildad. Le llamaban hermano Francisco. 

En silencio imploraba a Dios todopoderoso tuviese misericordia de los pobres pecadores, recordando las palabras del Señor: “a menos que hagan penitencia, todos perecerán”. Pensaba en su propia juventud, doce años antes había sido inquieto, frívolo, ambicioso, mujeriego, soldado y difícilmente daba algún momento de su atención a Dios. 

Jesús, el amado salvador que abrazó la agonía de la cruz por todos los hombres, le había mirado con ternura y afecto diciendo: “Repara mi Iglesia”. Desde entonces, cuando Francisco pensaba en lo delicado, bueno, y amoroso que era Jesús, rompía en llanto y exclamaba: 

“¡El Amor no es amado!”

Francisco reparó la vieja capilla de Nuestra Señora de los Ángeles, llamada Porciúncula (pequeña porción). Por su devoción a la Santísima Virgen y reverencia a los ángeles, la tomó como vivienda; ahí se reunieron los primeros hermanos en la vida nueva de santa pobreza, trabajo manual, mendicantes y predicadores del amor de Cristo. 

Francisco repetía frecuentemente: “Señor ten misericordia de mí que soy un pobre pecador.” Una dulce paz, la paz del Señor, llegó a su pura y penitente alma y escuchó: “Francisco, tus pecados han sido borrados.” Desde entonces, por la gratitud que sentía, ardía en un deseo apasionado de obtener el mismo favor celestial para todos los pecadores arrepentidos. 

Un día, sintió un impulso irresistible de ir a la pequeña Iglesia de la Porciúncula; al entrar, se arrodillo, inclinó la cabeza y dijo: “Te alabamos, Señor Jesucristo, en todas las iglesias del mundo entero. Y te bendecimos porque por tu santa cruz redimiste al mundo.” Levantando su mirada, Francisco vio una luz brillante arriba del pequeño altar y en misteriosos rayos al Señor con su Santísima Madre y muchos ángeles. Jesús le dijo: “Francisco pide lo que quieras para la salvación de los hombres”. Sobrecogido ante estas palabras inesperadas y consumido por un amor angelical a su misericordioso Salvador y su Santísima Madre, Francisco exclamo: Aunque yo soy un miserable pecador, te ruego, amado Jesús, le des esta gracia a la humanidad: cada uno de los que vengan a esta Iglesia con verdadera contrición y confiesen sus pecados, le sea otorgado el perdón y la indulgencia de todos ellos. 

Viendo al Señor en silencio, se dirigió con un confiado amor a la Virgen María, refugio de los pecadores, y le suplicó: “Te ruego, a Ti, Santísima Madre, la abogada de la raza humana, que intercedas conmigo por esta petición”. Entonces Jesús miró a su Madre, y Francisco se alegró al verla sonreír a su Divino Hijo, como que si dijera: por favor, concédele lo que te pide, ya que esa petición me hace feliz. Nuestro Señor dijo a Francisco: “Te concedo lo que pides, pero debes ir a mi Vicario, el Papa, a pedirle que apruebe esta indulgencia”. La visión se desvaneció dejando al “poverelo” en el piso de la capilla, llorando de alegría, de profundo amor y agradecimiento.

Francisco salió con el Hermano Maceo a Perugia, donde un nuevo Papa había sido electo, Honorio III. De camino, pensaba en el privilegio que pediría. Esa indulgencia solo se había concedido al Santo Sepulcro, a las tumbas de San Pedro y San Pablo y a quien participaba en las cruzadas, por lo que oró arduamente a Nuestra Señora de los Ángeles y cuando se encontró en presencia del Papa le dijo con gran sencillez y humildad: “Santidad, unos años atrás reparé una pequeña Iglesia en honor a la Santísima Virgen. 

Le suplico le conceda recibir indulgencias, sin tener que dar ninguna ofrenda”. El Papa replicó: “No es muy razonable lo que pides, pues quien desea una indulgencia debe hacer un sacrificio. ¿De cuántos años la deseas?” Francisco respondió: “Santo Padre, no quiero años, yo quiero almas” ¿Qué significa?, preguntó el Papa. “Yo deseo, por las gracias que Dios concede en esa pequeña Iglesia, que todo el que entre en ella, habiéndose arrepentido sinceramente, confesado y recibido la absolución, le sean borrados sus pecados y las penas temporales que de ellos tuvieran que pagarse en este mundo y en el purgatorio, desde el día de su Bautismo hasta la hora en que entren en esa iglesia.”

Impresionado por tan firme y sincera petición, el Papa exclamó: “Pides algo muy grande Francisco, no es costumbre de la Corte Romana conceder ese tipo de indulgencias”. Francisco añadió con fervor, vehemencia, y una serenidad devastadora: “Santo Padre, yo no le pido esto por mí mismo, lo pido en nombre de Aquel que me ha enviado, Nuestro Señor Jesucristo”.

Movido, por el Espíritu Santo, el Vicario de Cristo solemnemente declaró tres veces: “es mi deseo que te sea concedida tu petición.” “Nos, concedemos esta indulgencia válida perpetuamente, pero solo en un día cada año, desde las vísperas, a través de la noche y hasta las vísperas del siguiente día.”

Estaba para retirarse agradecido de la concesión, cuando el Papa le señala: “No tienes garantía sobre esta indulgencia”. Francisco se volvió con su confiada sonrisa diciendo: “Santo Padre su Palabra es suficiente para mí. No necesito ningún documento. La Santísima Virgen María habrá de ser la garantía, Cristo el notario, y los ángeles los testigos.” “Sábete Francisco que esta indulgencia concedida en la tierra, ha sido confirmada en el cielo”, le dijo Nuestro Señor. 

La solemne inauguración de este perdón en la Porciúncula, se realizó en agosto 2, aniversario de la consagración de la santa capilla, y porque el día anterior era la liberación de San Pedro de la cárcel.

Todo fiel cristiano pude ganar el Perdón de Asís para sí o para los difuntos, cumpliendo las condiciones prescritas para las indulgencias plenarias: 1) Visita a cualquier Iglesia Parroquial con la intención de ganar la Indulgencia tras la recitación de un Padrenuestro y un Credo. 2) Confesión sacramental y Santa Comunión. 3) Rezar según las intenciones del Sumo Pontífice.

Aprovechemos esta gracia tan grande e inmerecida, arrancada del Sagrado Corazón por la intercesión de su Madre Santísima, Nuestra Señora de los Ángeles.

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